Relato: 'El laberinto de los espejos'

 

    Escribí este relato hace un año, para un concurso de Zenda Libros que no gané. Lo publiqué –junto con otro titulado 'La búsqueda del conocimiento'– en este blog como requisito de las bases, pero tiempo después del fallo decidí eliminar las entradas y reciclarlos para nuevas historias. 'El labertinto de los espejos' fue el germen de 'El último minutauro', publicado en mi libro Sobre la nostalgia y el olvido, por Editorial Nazarí, al igual que 'La búsqueda del conocimiento', que daría origen a 'El umbral de la memoria'. Hoy rescato este relato, con alguna modificación, para celebrar el aniversario de publicación el pasado viernes, 11 de diciembre.
    Me he acordado de de este relato al leer Caza de musas, de Antonio Alcaide, por las referencias mitológicas en sus poemas a laberintos, Ariadna y Teseo.

*

Se frotó los ojos y suspiró.

            El caleidoscopio siempre le daba vértigo. Se sentía abrumado por la inmensidad de las formas y los colores que bailaban a su alrededor. A veces se preguntaba por qué no se deshacía de él y aún jugaba con aquel instrumento endemoniado y, cuando iba a dejarlo olvidado en algún rincón, la voz de su padre reverberaba en las paredes de su cabeza: «Utilízalo siempre que tengas miedo, te alejará del mundo unos instantes y el miedo habrá desaparecido». Desde que él murió sentía miedo a todas horas. Bueno, desde que él murió no, desde que lo adoptaron esos feriantes grotescos y lo obligaron a jugar en su laberinto de cristal.

            Los muros eran espejos continuos que chocaban con el techo negro de lona. Era imposible que el caleidoscopio lo alejara de allí. Más bien lo encerraba en uno de aquellos cristales. El recuerdo de su padre vivía en aquel objeto, pero el miedo lo aguardaba fuera.

            La feria no era más que un teatro brutal. Allí trabajaban varios niños, cada uno en una sección diferente del laberinto, pero sin salir de él. Comían lo que sus dueños les dejaban y se divertían soñando con ser minotauros. A veces aparecían otros niños, pero ellos se creían Teseo demasiado jóvenes para una Ariadna y golpeaban a los monstruos hasta que la sangre en la arena dejaba de hacerles gracia. Después de la paliza él se miraba en los espejos y veía su rostro deforme que era, a su vez, distorsionado por los cristales de múltiples formas y tamaños, por lo que contemplaba incontables imágenes de un niño feo y deforme que lo acechaba en cada palmo del laberinto.

            Ahora, una de esas imágenes lo señala y un pandemónium de reflejos la siguen y se burlan de su cara, de su cuerpo, de su voz. En aquella feria, su llanto le es devuelto como una risa floja, luego una carcajada. Después, el silencio. Aquellas ilusiones parecen fantasmas de sí mismo, de alguien que aún no ha probado la esclavitud. Salieron del encierro de los espejos y lo agarraron por el cuello, trataron de estrangularle. Él siente miedo y alarga la mano para mirar por el regalo de su padre, pero ya no está allí. Después de todo, sí fue capaz de olvidarlo en una esquina.

            Llevabas razón… Hoy el miedo no ha desaparecido… dice con un hilillo de voz.

            El niño que hay a su lado lo mira extrañado. Suelta la cuerda y coge el caleidoscopio que, rodando, había caído junto a sus pies.

            No le llevaré un cadáver a mi Ariadna se encoge de hombros e intenta buscar la salida, pero ni él es Teseo ni su Ariadna le ha dado un hilo con el que poder encontrar el camino de vuelta.

            De nuevo, un grito allí dentro se convierte en un eco burlón. Aquel gitano llevaba razón. Nadie puede matar al minotauro. No le hizo caso. Ahora, él es el nuevo monstruo del laberinto. De nada le ha servido la valentía.

            Al menos, ahora podrá jugar con el caleidoscopio.

Imagen de portada, Sobre la nostalgia y el olvido  
     


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