Relato: 'La búsqueda del conocimiento'

    Seguimos con el aniversario de publicación de Sobre la nostalgia y el olvido (Editorial Nazarí). El pasado 11 de enero mantenía una charla "libro a libro" con Antonio Alcaide, grabada y que próximamente estará disponible, en la que comentamos 'El umbral de la memoria'. Explicando el origen de ese relato, prometí subir a este blog su germen, 'La búsqueda del conocimiento', que presento a continuación. Al igual que 'El laberinto de los espejos', formó parte de uno de los textos presentados al concurso de Zenda libros y que decidí adaptar en el que se ha convertido en mi primer libro.

*

Había atravesado el desagradecido mar de arena para llegar a aquella triste ciudad. Todos decían que nadie pisaba jamás su suelo ni acariciaba sus muros, que un antiguo numen la custodiaba y mantenía a los visitantes alejados del tesoro que aguardaba en el Templo del Fuego Sagrado. Otros, sin embargo, afirmaban haberla visto, pero sólo como un espejismo proyectado por el calor del desierto.

            ¿A quién hacerle caso? Por supuesto, a sus ojos.

            Allí estaba, escondida entre la arena. El fulgor de sus pilares de mármol reflejaba la luz del sol, que brillaba sobre un gigantesco obelisco como una bola de fuego. Ese era, sin duda, el inaccesible santuario que guardaba el secreto de la inmortalidad. Por fin podría convertirse en uno de aquellos dioses eternos que lo sabían todo, porque lo habían vivido todo.

            Dio un paso al frente y atravesó el umbral del arco monumental, decorado con cabezas de antiguos ídolos inmemoriales. Llegó al centro de una plaza, desierta, a excepción de un vagabundo que lo miraba con indiferencia tirado sobre las escaleras que subían al Templo. El calor en aquella esquina del mundo era insoportable, pero al viejo no parecía importarle. Cuando se dispuso a subir el primer peldaño, una voz a su espalda lo detuvo.

            Nadie puede entrar en el templo.

            También me dijeron que nadie podía llegar aquí… y aquí estoy.

            El viejo negó con la cabeza.

            Buscas el secreto de la inmortalidad.

         ¿Me lo preguntas? no recibió respuesta Busco el conocimiento que da la inmortalidad, sí. ¿Puedes ayudarme, anciano?

            Eso depende. ¿Qué estarías dispuesto a dar por aquello que buscas?

            Todo, supongo.

           Para conocer, hay que olvidar. ¿Estarías dispuesto a pagar todos tus recuerdos por la inmortalidad y el conocimiento? la pregunta sorprendió al viajero, que asintió con precaución Bien. En ese caso, puedes entrar.

            El vagabundo se levantó y anduvo hasta perderse en el umbral del arco. Él, por el contrario, prefirió buscar en el Templo.

            El interior estaba desahuciado. Objetos ceremoniales tirados por el suelo, telas de araña campaban a sus anchas y el polvo y la inmundicia se habían alzado como los dueños del lugar. ¿Era allí dónde debía buscar el conocimiento? Casi le parecía una broma.

            Tal vez, cuando la ciudad vivía y no era presa de las ruinas y del miedo, aquel santuario pudiera albergar algo más que desolación, pero lo que él veía sólo le infundía lástima. Daba igual. Él no deseaba contemplar la fastuosidad de una civilización extinta, sino desentrañar un secreto que lo condujera a la vida eterna. Se acercó hasta el altar, donde brillaba una veta de fuego que descendía por una chimenea hasta descansar en la base superior de una rueda de piedra, en cuyo interior marcaba el tiempo un reloj de arena negra, que recordaba a la ceniza. No le cabía ninguna duda de que aquel extraño objeto le concedería lo que anhelaba.

            Sujetó la rueda con ambas manos y giró. El fuego detuvo su descenso hasta que encontró otra base en la que apoyarse. Entonces, el viajero escuchó un estruendo tras de sí y vio un agujero que se abría en el centro de la estancia y que se tragaba todo lo que encontraba a su paso. La luz del Fuego Sagrado se apagó y él mismo fue tragado por el desierto, desaparecida ya toda la ciudad.

            Cuando despertó, no recordaba apenas nada. Le dolía la cabeza, quizás por el sol, pensó. Lo único que sabía, en fin, es que no había atravesado el mar de arena en vano. Los pilares de mármol de la triste ciudad brillaban a lo lejos. Decían que nadie había pisado aquel suelo. Él sería el primero.

            El secreto de la inmortalidad y el conocimiento lo aguardaba tras sus muros.

 

 Imagen de portada, Sobre la nostalgia y el olvido

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